La juventud es un período retorcido donde uno cree que todo se le escapa de la manos, que el tiempo vuela y todo segundo no aprovechado al límite es perdido e irrecuperable.
Conceptos como la tranquilidad no se perciben y el autorespeto queda relegado a un mito imposible.
El sexo no se guía en estándares de calidad si no de cantidad, las vejaciones de enseñar un cuerpo al descubierto son anticuadas y el placer no es un objetivo de satisfacción personal, si no de necesidad.
¿Somos un trofeo? ¿Entretenimientos para otros? ¿Drogas de consumo generalizado?
A veces sentirse uno mismo de sí mismo, de poseer el control total sobre nuestras decisiones de lo que queremos respondiendo a las preguntas del cuando, como y con quien, es lo más normal que se puede encontrar pero a la vez lo más extinto.
Los que somos capaces de evaluar con total exactitud lo que se nos muestra delante para darle el valor que realmente se merece somos conocidos entre nosotros como épicos. El resto son míseros entes que buscan sufragar una necesidad como único mecanismo que hace funcionar sus vidas.
Yo no soy uno más, soy yo y único, porque tengo conciencia de mi propio respeto y el del resto de jóvenes humanos que desean compartir sus vidas al mundo. Y aquellos que sean cualquieras no entran en mi camino porque decido a quien dárselo por una razón, la que yo he escogido y no mi cuerpo.
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