El herrero encadenado
La chispa se desvaneció en el aire tras el último golpe del martillo, otra hoja lista para enfriar y vender a su comprador. Sumergí el arma caliente en el barreño de agua fría, creando una pequeña andanada de vapor y humo que traspaso mi cara manchada de hollín. La espada iba destinada al tejero del barrio gremial de Cyrodil, un hombre de clase humilde que me había pagado una generosa cantidad de 30 septims por ella.
Este encargo era el definitivo, una vez entregase la espada a su dueño cogería mi bolsa de pertrechos para arriarla al hombro, alquilar un carruaje y poner rumbo a la provincia de Skyrim.
Desde que tengo recuerdos, mi padre siempre me contaba sobre los paisajes helados y salvajes de Skyrim, la cantidad de peligros que acechaban en sus caminos, la enigmática altura de sus cumbres montañosas y el estilo de vida nórdico sumido en la batalla, el arte de la forja y el augamiel. La pasión que desprendía en cada una de sus palabras no tenía fin, podría compartir ese sentimiento al cerrar los ojos e imaginar como sería un mundo tan natural.
Sin embargo, esa pasión se convirtió en una obsesión con el paso de los años.
Cuando cumplí la mayoría de edad y tenía una más que curtida experiencia trabajando en la forja de mi padre, este, decidió un día partir a su querida provincia sin motivo alguno dejándonos a mi madre y a mi abandonados sin saber nunca más nada de él. Mi madre ya estaba enferma de aquella, padecía de fiebre quebrantahuesos debido a una alteración en las cuñas de queso que unos rebeldes habían inducido mediante oscuras artes de alquimia en la taberna del barrio.
El objetivo era envenenar al mayor número posible de clientes de la taberna para echarle las culpas a los catadores del imperio y así acusar al emperador Uriel de atentar contra la salud de sus ciudadanos. Por suerte fueron cogidos cuando intentaban abandonar Cyrodil en un carromato con sus pociones de enfermedad escondidas en cofres de forraje.
El emperador prometió indemnizar a los afectados generosamente con una suma de 2.000 monedas de oro, pero las promesas de alguien que ostenta el poder nunca se cumplen.
Mi madre llevaba un año enferma y parte de nuestros ingresos se iban en pociones curativas y otros remedios para evitar que cayese en una dolorosa y trágica muerte. Mi padre siempre estuvo muy pendiente de ella hasta llegar el día de su partida. Nunca contó nada acerca de sus planes, ni tan siquiera se despidió de mi madre, postrada en cama, ni de mi.
El día que partió yo estaba entregando un escudo al último cliente de la tarde, cuando observé que mi padre estaba hablando con un hombre que amarraba las riendas de un caballo oscuro. Vi a mi padre introducir su mano en el bolsillo para sacar una bolsa de monedas de oro que depositó gratamente en la mano del hombre que traía al animal, lo había comprado. Quise preguntarle acerca de aquella compra, creía inocentemente que lo había adquirido para usarlo como medio de entrega a domicilio, una sencilla ampliación en nuestro negocio, pero cuando le quise preguntar se mostró ausente y evitó entablar conversación con nadie de la casa, se comportaba de forma extraña. Esa misma noche, escuché un ruido proveniente de la puerta de la entrada de nuestra casa, inquietado me levanté de la cama y me acerqué con cautela al recibidor. Allí estaba mi padre, vestido con una capa negra como la noche y cubierto por una capucha que oscurecía su viejo rostro, se sorprendió al verme despierto pero no osó pronunciar palabra alguna, giró la cara con un gesto de pasividad y salió fuera de la casa con una mochila en la espalda. Yo eché a correr detrás de él, no sabía lo que iba hacer pero de alguna forma, en mi interior, sabía lo que sucedía. Cuando salí a la calle, mi padre ya estaba lejos, a galope rápido encima del caballo que había comprado aquella tarde.
Mi madre nunca se recuperó de su enfermedad, cuando fue consciente de la partida de mi padre, cayó en una profunda depresión que le ocasionó la muerte pocos días después.
Han pasado 10 años desde la partida de mi padre y ahora que tengo el dinero suficiente para emprender el viaje he decidido ir detrás de él, partir a las vastas tierras de Skyrim para tratar de encontrar alguna información que me lleve a su paradero y encontrar una explicación del porque se fue así de repente traspasando la dura carga del negocio a mis hombros y abandonando a mi madre a su suerte.
El dueño de la licencia era un hombre de avanzada edad, las arrugas de su rostro dibujadas por los gélidos vientos de Skyrim, eran claros indicadores de su experiencia como conductor.
El hombre, muy amable, me hizo un hueco en el carromato para sentarme, tras haberle pagado las 800 monedas de oro que costaba el viaje.
Los dioses no querían que el carromato llegase a Skyrim, o más de uno fue lo que pensó cuando la Legión apareció. Tras unas horas de viaje, el carruaje se detuvo en seco y al rato unos hombres de la legión entraron agitando grilletes y empuñando espadas con intención amenazadora.
El caos se apoderó de la escena rapidamente, los ocupantes intentaron resistirse pegando golpes y patadas a sus agresores, siendo correspondidos con porrazos de los pomos de las espadas legionarias. Yo me quedé anonadado, intentando comprender que estaba pasando, hasta que un legionario me agarró por el cuello de la camisa y me ordenó que me levantara. Así lo hice.
Pero ni él ni yo nos esperabamos lo que venía a continuación. Con un movimiento instintivo le propiné un cabezazo en toda la cara rompiéndole la nariz, el legionario empezó a sangrar por ella y se llevo la mano a la cara con un gesto de dolor. A mi fortuna, soltó la espada que sostenía en la mano derecha, la cual recogí en el acto y la utilicé para propinarle una profunda estocada en el pecho. Los demás soldados centraron su atención en mí tras esta macabra actuación, sin pensarlo, separé mis manos de la empuñadura de la espada, que seguía clavada en el pecho del legionario que ahora yacía tumbado en el suelo haciendo sonidos de ahogo en su propia sangre. Se intentaron abalanzar sobre mi pero fui rápido y de un salto me lancé fuera de la caravana.
En el exterior, la noche era el decorado y la luna llena la espectadora. Había más legionarios y unos cuantos caballos sin jinetes, debían pertenecer a los soldados que estaban en el interior así que eché a correr hacia uno de ellos, me monté con una soltura que hasta yo mismo quedé sorprendido y espolee al caballo para que comenzase a galopar frenéticamente hacía el infinito.
Los nórdicos aprendíamos a galopar casi antes que a caminar, pero no creí que fuera capaz de montar con tanta facilidad en una situación tan confusa.
Perplejos, los soldados de afuera tardaron en reaccionar, pero los que se encontraban a caballo comenzaron la persecución.
¿¡Qué había hecho!? ¿¡Acababa de matar a un hombre y estaba huyendo de la Legión Imperial!?
No daba crédito a mis acciones, nunca en mi vida había matado a un hombre a pesar de que mi habilidad, crecida con el entrenamiento continuado usando las armas de la forja, en el patio trasero de mi casa. Siempre pensé que si llegase el día que tuviera que matar a alguien, sería protegiendo a mi familia, nunca imaginé que sería para escapar de una situación de la que no era culpable ni era capaz de entender.
Intenté dirigir el veloz caballo hacia una masa de árboles que se encontraban a unos escasos 100 metros de mi posición, entré en ella esquivando como podía ramas que salían a mi caza en todas direcciones, rocas de considerable tamaño que obstaculizaban el trayecto del corcel y alguna que otra alimaña que se quedaban en mitad del camino mirándome extrañada. Los soldados me alcanzaron sin apenas esfuerzo y empuñaban sus armas con intención de tirarme del caballo, vivo o muerto.
Por fortuna, había una daga a lado de la silla, bien guardada en su funda. La desenvainé para defenderme de los perseguidores.
El primero intentó darme un tajo desde arriba, pude predecir su movimiento y pararlo con mi daga, el rechazo hizo tambalearse al soldado, que poseía una irrisoria corpulencia al lado de mi fornido cuerpo de herrero nórdico. Aproveché el momento para hacerle un rápido tajo en la cara que le hizo caerse del caballo, dando vueltas sobre sí mismo una vez se encontró con el suelo. Atrás quedó convirtiéndose en un punto cada vez más pequeño conforme la distancia entre él y mi montura aumentaba.
El segundo portaba un mandoble que empuñaba gracilmente con una mano, cuando igualó su caballo al mio, asestó una dura arremetida con su arma a las patas del pobre animal, lo que provocó que este cayese de bruces y yo saliese despedido contra el suelo. El golpe fue severo gracias a la fuerza extra ganada por la velocidad, el impacto me rasgó la camisa y recibí varias contusiones por todo el cuerpo, incluso tragué algo de tierra, pero la suerte no quiso que me rompiera ningún hueso.
El legionario que empuñaba el mandoble detuvo su caballo y comenzó a rodearme como si fuese un lobo preparado para abalanzarse encima de un conejo herido y asustado. Había perdido la daga con la caída y me encontraba completamente desarmado, aun así, la adrenalina de la huida y el fervor de la sangre me impedía razonar la situación y continuaba en posición de combate. El hombre, que seguía dando vueltas, comenzó a hablar:
- ¿Sabes qué escapar de la legión conlleva la muerte para una escoria como tu? - Pronunció con un tono burlón y como si estuviera regocijándose con esta oportunidad de derramar sangre de forma gratuita.
- ¡Soy inocente! Solo soy un herrero bien asentado de la capital. Estaba de viaje e intentasteis encadenarme como a una bestia. - Dije con tono desafiante.
- ¿Y qué hacía un hombre "inocente" en un carromato que transportaba soma ilegal? ¿Qué hacía un hombre de la capital huyendo de la legión imperial? ¿Qué hacía un herrero humilde robando un caballo y agrediendo a un soldado? Mientes, pero no importa, lo que seas o lo que hayas sido no te salvará del martillo implacable del imperio. - Respondió el soldado.
El soma era una bebida considerada ilegal en todo el imperio por su alta capacidad de producir dependencia entre los consumidores. Estaba destilada a partir de polvo brillante, una especia que solía venderse a los alquimistas para elaborar todo tipo de pociones y que provenía del lejano país de Elsweyr. Era una bebida que conocía muy bien pues, pese a su ilegalidad, podía usarse como medicina en casos especiales, como así lo era el de mi difunta madre. La única forma lícita de introducirla o exportarla en el imperio era mediante diligencias escoltadas por la propia legión, cualquier otro medio de transporte no estaba autorizado.
- ¡Yo no sabía que transportaba soma! ¡He pagado para ser llevado la provincia de Skyrim!. - Grité indignado
- ¡Basta! Estoy seguro que intentabas huir porque eres un criminal de la capital. - Reprochó rapidamente el soldado.
- No me interesa oír más excusas, ríndete o vete saludando a los 9.
- No me interesa oír más excusas, ríndete o vete saludando a los 9.
- ¡Este hombre es peligroso! ¡Ha matado al auxiliar Cayo en la caravana a sangre fría y ha agredido a Máximo! - Gritó uno de los hombres que acababan de llegar, su armadura era de acero en vez del típico cuero tachonado de las armaduras tradicionales de la legión, debía poseer mayor rango que el resto.
- ¡Encadenadlo! Será llevado al tribunal de la capital para que sea juzgado como mandan los dioses. - Ordenó el hombre de la armadura de acero a los demás.
Consciente de mi situación me dejé caer de rodillas, derrotado y enfurecido ¿Cómo pude acabar en semejante situación? ¿Cómo podía ser tan desafortunado? Estas preguntas rondaban en mi mente mientras era esposado y llevado a lomos de un caballo de vuelta a Cyrodill.
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